martes, 28 de junio de 2011

La vida de un libro I

    
     Existen libros regalados, libros prestados, libros robados, perdidos, encontrados, libros empañados por la pátina del tiempo, libros infantiles, ensayos, históricos, filosóficos, novelados, poéticos, teatrales, libros que te dicen sí, que no te quieren, que te aman, que te seducen, que te dejan indiferente, libros desvencijados en tu estantería, libros subrayados, temidos, anhelados, libros incomprensibles, babélicos, matemáticos, exactos, redondos, cuadrados, de tapa dura o blanda, de bolsillo, electrónicos, best sellers, firmados, filológicos, didácticos, biológicos, libros, en suma, que rezuman nuestra vida por todos los ángulos de nuestra existencia. No solo son las autobiografías, que también, sino toda una pléyade de páginas apresadas en letras redondas que nos separan del abismo de estar solos. Una casa no es un hogar completo hasta que sus paredes se tiñen de libros de infinitos colores, tamaños y títulos. Es como si en esas estanterías se tambaleara de alguna forma nuestra conciencia y nuestra particular forma de mirar el mundo. Son las vigas más férreas sobre las que se sustenta nuestra casa. El material de un libro es tan firme, tan imperecedero, que nos acompaña a lo largo de nuestra existencia como un tabique imposible de quebrar. Los libros son esa columna vertebral, articulada y resistente, que interviene como elemento de sostén estático y dinámico, nos proporciona protección y nos ayuda a mantener el centro de gravedad. El libro es tabique y columna vertebral.






Los libros que llegan a nosotros lo hacen a su antojo en la mayor parte de las ocasiones. Son hijos del azar y de la cosecha que hemos ido sembrando. ¡Qué felicidad la recolección! Los amantes de los libros deambulamos por librerías, rastros, bibliotecas, casas de amigos, en la búsqueda de ese ejemplar que nos complemente. La emoción de entrar en un recinto sagrado, donde sabemos de antemano que nos vamos a encontrar con cientos de títulos y géneros de todo tipo, nos acelera el pulso. Ya, ya sentimos el calor de ese refugio amasado en letras de papel. Nos vamos acercando y de entre todos algunos de los ejemplares que ahí se muestran, nos llaman la atención por cualquier motivo desconocido a nosotros. Una portada sugerente y un título que nos remite a otros mundos posibles nos indican que, tal vez, ese sea el libro que estábamos esperando desde hace tiempo. Después, a modo de ritual, como hacen los pueblos árabes con el té, lo cogemos entre nuestras manos y como si fuera una ofrenda, lo pesamos, vencemos las leyes de la gravedad y con la paciencia de un acordeonista, lo abrimos y dejamos que sus páginas acaricien uno de los sentidos más íntimos: el olfato. Sí, el libro parece ser un manjar porque lo olemos. Dejamos pasar sus páginas por nuestra nariz y aspiramos apenas un instante su aroma, que, como el del té, nos acerca a un estado meditativo y muy cercano al paroxismo. Más tarde leemos la contraportada y lo acariciamos. ¿Será el elegido? El paratexto nos grita, nos dice algo muy íntimo, y entonces jugamos con la idea de tenerlo o no. ¿Degustaremos ese ansiado néctar?






De esta forma, han llegado a mis manos cientos de libros. Una mera intuición, un olor y un tacto agradables, y ya vamos a formar parte de una unión invencible por mucho tiempo, quizás, para siempre. En otras ocasiones, amigos que te quieren, te prestan un libro que ni siquiera sabías que existía, pero que desde que lo ves, te atrapa. A mí me pasó una vez con un libro de collages de Carmen Martín Gaite: Visión de Nueva York. El libro era un ir y un venir. Me explico: mi amiga me lo dejó, incluso dedicado a mí, para que me lo quedara el tiempo que fuera necesario. Así fue. Después, volvió a su dueña cerrando un pequeño círculo de una amistad. No fue un intercambio al uso, puesto que si hubiera querido (me lo regaló finalmente) me lo habría quedado. Pero yo insistí en que volviera a ella, porque fue ella la que se encargó, desde un principio, de cosechar ese estimado libro. Otras veces no ha sido así, y claro que he aceptado el regalo de ese bien tan preciado. Como aquel de una noche especial en que me fue ofrecido otro libro de la Gaite: Nubosidad Variable, espejo en añicos que conforma una pequeña pero estimada parte de mi vida: "La vida está hecha de añicos de espejo, pero en cada añico se puede uno mirar." El libro, dedicado, me reconfortaba en un mundo que acababa de descubrir. Colecciono ese tipo de dedicatorias tan sentidas y cercanas: "Gracias por convertirte en un añico del espejo de mi vida que, con su luz, permite que el espejo entero pueda iluminar... Aquí te doy un pedacito, otro añico del espejo, una parte fundamental de mí, así que cuídamela. Cuando vuelvas reuniremos otra vez los añicos de este verano... Gracias por todo lo que me has dado en estos meses. Te quiero muchísimo, no lo olvides."






Así que cuídamela, rescato de la dedicatoria. Creo que se refiere a dos cosas distintas en principio pero entretejidas más tarde. Ese "cuidar" se refiere a la vida de mi amiga, pero también, intuyo, a la vida que palpita el texto regalado. Una y otra se confunden en un sutil hilo que viene a decir más o menos: Te entrego parte de mi existencia en estas palabras, cuídalas. No creo que se pueda expresar de una forma tan cariñosa y cercana un sentimiento de amistad. De nuevo el libro es la columna vertebral de la amistad entre dos personas.






Nuestros libros somos nosotros. Recorro, visualizo, huelo, palpo aquellos libros que me han dejado una huella indeleble en mi memoria y en mi casa. Atisbo, casi de puntillas, el primer libro que llegó a mis manos y a mi corazón. El principito de Antoine de Saint-Exupéry llegó por mandato escolar a la edad de los siete años. Ya no tiene tapas, y huele a prehistoria. Es una edición en blanco y negro de Alianza Editorial en su formato de bolsillo. Recuerdo pidiéndole doscientas pesetas a mi madre e ir a todo correr a la librería de mi pueblo a comprarlo porque en breve iban a cerrar, y yo lo necesitaba para una tarea escolar. Recuerdo ir, pies espantando palomas, poseído por un afán de encontrar el libro, no sé si por temor al castigo del maestro o porque creía que me podía encontrar en el libro algo que me agrandase. A día de hoy me inclino por la primera de las dudas... El hecho es que tantos años después sigue viviendo al lado mío, con el vaivén de los tiempos y el azar del destino. Tengo subrayas a lápiz algunas palabras que ahora comparto: "digestión"; "reflexioné"; "obra maestra"; "desalentado"; "extraviarse"; "lúcida"; "náufrago"; "misterio"; "absurdo"; "estupefacto"; "embarazoso"; "indulgencia"; "tiempo"; "palabras"; "avión"; "aquí"... Me resulta poético pensar que con todas esas palabras subrayadas, a las cuales no consigo encontrar relación de ningún tipo (señalo), se podría aventurar hoy una especie de cadáver exquisito de palabras. Sea como fuere, todas y cada una de ellas me vienen de maravilla para mi escrito porque me he quedado un tanto estupefacto al descubrirlas, tanto que son un misterio en su relación, pero con toda mi indulgencia las he aprendido a querer, a lo largo del tiempo, aquí, desde donde escribo. Palabras lúcidas y en ocasiones absurdas, a veces embarazosas, que conforman esta obra maestra que es El principito que, gracias al azar, no se han extraviado y han tenido tiempo suficiente de hacer la digestión de la olla podrida mientras iba creciendo y tomaba aviones que me han traído, sin rechistar, a este estado más maduro, reflexiono, sin estar nunca desalentado por el fracaso que supone toda vida.






Los libros andan y son como sombras, siempre al acecho. Los libros, por utilizar un término de Miguel de Unamuno, son la intrahistoria más sagrada que poseemos: nuestra vida más silenciosa, nuestro decorado, las venas del pensamiento y del disfrute. Con los libros aprendemos a ser y a serlo todo.





















Mi primer libro

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