miércoles, 29 de junio de 2011

La vida de un libro II

     A medida que iba redactando las peripecias de los libros en el anterior escrito, sentía cómo se me iban quedando cortas las expectativas que tenía a la hora de detallar estos avatares del destino, tan caprichosos, que conforman nuestras bibliotecas. Sería innumerable la descripción de cómo han llegado a mi habitación de libros cada uno de ellos. Sirva solamente este apunte para que cada uno reflexione en el azar que entraña cada pequeño escrito que poseemos en nuestros palacios de cristal.        
     Ahora bien, no se ha abordado aún cómo los textos se han ido creando y metamorfoseando hasta llegar a adquirir la forma en que nos han llegado, con las palabras exactas y deleitadas, a través del tiempo y de la memoria. Tampoco se ha abordado lo que ha sentido el/la autor/a en el acto mismo de la creación, aunque este último aspecto formará parte de una tercera entrega. Vayamos por partes. Los textos que poseemos son azarosos, claro está. Caprichos de las musas si recurrimos a teorías inspirativas, como son las de Homero o las de Platón, en su lúcido Ion. De esta manera, para Homero el origen de la Poesía proviene de las Musas o de los Dioses. Es decir, no pone en duda la habilidad sobrehumana de los poetas. Los dones, los regalos y presentes que las Musas conceden al poeta son tres: el don de la palabra ("palabras aladas y maravillosas" nos señala), el don del argumento y la voz del cantor. De estos tres dones el más importante es el don de la palabra, puesto que tiene la fuerza mágica de la persuasión, tiene encanto, agrada en suma. Las Musas conceden al poeta esta habilidad, esta belleza formal que no todas las personas poseen, que debe adornar el canto para que resulte seductor al lector, al público, dirá él. De esta idea, deducimos que para Homero la finalidad de la Poesía sea la de alegrar. Su concepción del arte es hedonista aunque no desdeñe una carga didáctica, pero siempre reducida a un segundo plano. ¡Qué moderno el planteamiento de Homero! ¿No creéis? Hoy día el público quiere que se le entretenga, que le divierta lo que lee, pasando, en algunas ocasiones, la carga didáctica a un segundo plano.

     Por otra parte, Platón, en su diálogo ya apuntado, Ion, se refiere al poeta como "una cosa leve, alada y sagrada" que no está en condiciones de poetizar antes de que esté endiosado, demente. Las mejores obras humanas, nos recuerda Platón, se hacen por cierto furor, manía o delirio que los dioses infunden al poeta. La buena poesía no es resultado de una "Técnica" sino el resultado del "Furor": "Todos los buenos poetas épicos dicen todos esos bellos poemas no por una técnica, sino estando endiosados y poseídos". Es decir, para el heleno, la poesía (entiéndase como arte en general) es descrita como una sublime locura. Cuando las musas conceden inspiración, "el alma estalla en cantos y en otras formas de creación artística".
     Si me he remitido a estos dos clásicos es para intentar aproximarme a ese primer instante de creación poética que conforma todo texto. Las palabras que están en el aquí y en el allí, o, lo que es lo mismo, en esta orilla, en la otra orilla, como señala Octavio Paz en su imprescindible libro El arco y la lira. Sobre este libro ahondaré con más detalles en el próximo escrito.

     Pero volvamos a los textos, a los libros y a su propia vida, menester que ahora nos ocupa. ¿Cómo es su vida, su casualidad? Entre las páginas de nuestra literatura no encuentro un caso más fortuito y más atractivo que el de nuestro poema épico más sobresaliente. Este es el Cantar de Mio Cid. Un texto que se ha resistido a los embates del tiempo y a los desdenes de la historia. En un principio fue la oralidad. Nació en las bocas de aquellos cantores que iban con sus poesías por distintos pueblos de nuestra geografía, entreteniendo a todos aquellos que se dejaban deleitar con las aventuras del héroe. El Cantar es, sin duda, fruto de la memoria de los juglares y si esto no es lo suficientemente azaroso y casual, que venga alguien y lo rebata. Ha sido, de esta manera, durante siglos, un libro rejuvenecido constantemente, enriquecido en la mente de aquellos que lo recitaban: "En primer lugar, se halla (el Cantar) en estado fluido, cambiante, y, por lo tanto, incitante a la re-creación en variantes del texto que cada cantor introduce; y en segundo lugar, se halla también sujeto a la renovación que, en una refundición, el cantor más personal hace con mayor o menor amplitud", apunta Menéndez Pidal  en Poesía oral y cantares de gesta. Voy un paso más allá: el texto del Cantar también ha sufrido desaires históricos. De hecho, el inicio del mismo, tal y como lo tenemos conservado a día de hoy, es hijo también de la ira de las Musas que, jugando a ser justicieras poéticas, nos robaron los primeros versos (puesto que ya no existen) pero a cambio nos legaron un maravilloso, plástico y contundente verso con el que abrimos actualmente la página primera del Poema. Este es: "De los sos ojos     tan fuerte mientre lorando", o lo que es lo mismo, con lágrimas en los ojos, intensamente llorando... ¿No es acaso este un buen ejemplo de inicio desgarrador fruto del antojo del destino? ¿Por qué se perdieron esos primeros versos y nos quedaron, precisamente, estas bellas palabras para arrancar el Poema? Nos podemos imaginar al Cid desolado, llorando en su grandeza, al abandonar no solo su pueblo, sino a sus seres queridos para ir a un destierro que considera injusto y cruel. ¡Qué desgarrador primer verso! Vamos acercándonos a ese misterio íntimo que rodea a todo libro.   

Glosas Emilianenses
   Otro ejemplo que rescato, que espigo del pasado, son las vapuleadas Glosas, por continuar instalados en la Edad Media. Las Glosas son anotaciones que algún monje escribió en lengua vulgar para explicar el sentido de ciertas palabras o términos latinos en unos documentos escritos en latín de los monasterios de San Millán de la Cogolla y de Silos. Son las llamadas Glosas Emilianenses y las Glosas Silenses (que datan del siglo X o comienzos del XI). A modo ilustrativo, nos pueden servir las Glosas Emilianenses para sorprendernos ante el hecho de que no fueron tratadas con la importancia que se merecen hasta el siglo XX, cuando supusieron toda una revolución filológica al ser consideradas testimonio de distintos dialectos románicos que eran, en verdad, la lengua que hablaba en su cotidianidad el pueblo llano. Me resulta impatactante imaginarme a esos monjes escribiendo anotaciones al margen de los textos religiosos para clarificar, de esta manera, esas palabras en latín que cada día comprendían menos. Es como cuando nosotros, en el instituto, escribíamos en los márgenes de los libros de inglés o de francés algún significado en nuestra lengua para digerir, de mejor manera, el texto leído. De nuevo, la magia de los libros nos vuelve a atrapar en esta suerte de juegos de historia.

     Voy a dar un salto de jirafa para referirme a otra obra que también ha tenido su propia intrahistoria. De jirafa, digo, porque de la Edad Media española saltamos unos diez siglos en el tiempo y nos vamos a los años 60 del siglo XX. Además, nos sumergimos en otras coordenadas espaciales. Del llamado oscurantismo (mal nombrado, creo) medieval, nos vamos a vuela pluma a Nueva Orleans. Aquí, en una de las aristas de los Estados Unidos, tuvo lugar la peripecia de un libro que se entrelazó muy estrechamente con la vida de su escritor y de su madre. Me refiero a La conjura de los necios (A Confederacy of Dunces). Este libro tuvo su propia vicisitud, la cual paso a describir a continuación para aquellos que la desconozcan. El libro fue llevado por el autor a numerosas editoriales y todas y cada una de ellas le dieron un no como respuesta. Me imagino la tristeza del autor, al saber que tenía entre sus manos un libro diferente, uno de esos libros que no se publican todos los años y que podría pertenecer, si tuviera la plataforma adecuada, a la memoria de aquellos que lo hubieran leído. Ante tanta negativa por considerarlo un libro extraño, su autor, John Kennedy Toole terminó por suicidarse. El vaivén del libro nos lo podemos imaginar. Solo, encerrado en una mesita de noche, sin más aliento que el olor a naftalina y más luz que la rendija del cajón. Entonces es cuando aparece en escena una mujer coraje, que  persiste en el empeño de ver publicada la obra: la madre. El texto de La conjura de los necios veía la luz, los ojos de alguien que queda maravillada en su lectura. Esa madre que no se arredra y es sabedora de todo lo que encierran esas páginas. La madre vuelve a hacer el periplo de llevar el libro a distintas editoriales y estas vuelven a rechazar la novela de su hijo muerto. La desesperanza ha de ser grande, como una rabia enquistada. Entonces esa madre coraje se pone en contacto con un escritor llamado Walker Percy. Me imagino las estrategias persuasivas de la madre para que el escritor llegara a leer la novela. Este se resiste y la madre insiste. Por el amor maternal y en honor a la justicia poética (de nuevo) consigue que el escritor le eche un vistazo a las páginas noveladas de Toole. Entonces surge el milagro y Percy queda maravillado ante la calidad del escrito. La lee y lee y piensa que que no es posible que haya una novela tan buena. El resto quizás ya se sepa: esta novela, esta extraña, transgresora y moderna novela gana el Premio Pulitzer en 1981, doce años después del suicidio de su creador. El libro de Toole, esa conjura, se alía con el destino para hacerse más grande y atractiva si cabe. Se lo merece.

     Sirvan los ejemplos expuestos para hacernos una idea de esos periplos que sufren los libros a lo largo de su existencia. En realidad este escrito que hoy me ocupa sería inabarcable, puesto que cada libro tiene su propia marca, su identidad cicatrizada. La magia es pensar y tener la intuición de que más tarde o más temprano esos libros se inflitren en nuestras vidas, nos busquen y pidan a gritos una caricia nuestra, que los olamos y degustemos como el preciado néctar. No es fácil haber nacido libro, ¿no te parece?



Libros. Biblioteca de Bilbao 




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